A PILAR CASTRO Y ÁLVAN
Cuando
al morir el día
Solo
cantan el grillo y la cigarra
Y
los insectos bullen y se pierden
En
la niebla dorada,
Yo
pienso que del cáliz de una rosa
La
veo salir envuelta en leve gasa,
Y
que sus negros ojos fijan en mi
Su
lánguida mirada
Y
sueño en el silencio de la noche callada
Que
a mi lecho se acerca
Como
una sombra voluptuosa y blanca,
Que
me besa en la frente,
Que
me sonreí y me habla
Y
me dice: “Vengo de regiones extrañas
Para
traerle a tu enervado espíritu
La
codiciada calma
Ven
a bañarte en las ondas de la muerte,
Mi
cariñosa hermana,
Depón
las terrenales ligaduras
Ven
conmigo … y … descansa”
Rosalla de Castro
Despertaba
el día
Y
a su albor primero
Con
sus mil ruidos
Despertaba
el pueblo
Ante
aquel contraste
De
vida y misterios
De
luz y tinieblas,
Medité
un momento:
!
Dios mío, qué solos
Se
quedan los muertos!
Gustavo Adolfo Becker
LA TUBERCULOSIS
Temeroso
de las enfermedades que no podía controlar, el hombre antiguo, con frecuencia
repudió a las víctimas de los padecimientos y tendió sobre ellas un manto de
culpabilidad. No ha de extrañarnos por tanto que una enfermedad como la
tuberculosis, en la India fuera considerada impura y que a los enfermos se les
proscribiera con la intención de que no transmitieran su impudicia.
La
tuberculosis fue conocida por muchos siglos como tisis y fue confundida por los
médicos griegos con la malaria. No contagiosa ésta según ellos, tampoco debía
serlo "su forma pulmonar", la verdadera tuberculosis. Otra era sin
embargo la creencia popular que llevaba a apartarse de los tuberculosos. No
obstante la tuberculosis nunca fue epidemia.
Aceptando
la teoría hipocrática de que el aspecto característico del tuberculoso era
heredado, hasta los trabajos de Koch vivió el mundo de ciencia en el error de
considerar hereditaria una enfermedad que era contagiosa. Hasta él, muchos
dudaron, pero nadie fue capaz de sepultar el dogma. Personas que nunca
enfermaron a pesar de vivir entre tuberculosos hacían dudar de su
transmisibilidad.
Fracastoro,
convencido de su carácter contagioso, pregonaba que los utensilios del paciente
podían por años trasmitir la enfermedad, y consiguió que las autoridades
italianas dispusieran en 1537 el aislamiento de los tuberculosos y la
destrucción al fuego de sus pertenencias tras su muerte. En contraste con el
pueblo que lo aceptaba y comprendía, los médicos ciegamente aferrados a los
conceptos hipocráticos se negaron, a pesar de la evidencia, a aceptar que la
tisis fuera contagiosa y resistieron la medida.
Poco
consuelo hubo para los enfermos de "la peste blanca" hasta nuestro
siglo. Galeno consideraba casi imposible tratar la enfermedad. ¿Cómo curarla si
el reposo imprescindible no se conseguía en un órgano en permanente movimiento?
Siglos después Forlanini (1882) produjo el neumotórax terapéutico, inmovilizó
el pulmón y detuvo la actividad de la enfermedad.
En
tanto sangrías e inútiles curas de aguas minerales se prescribían a los
enfermos, anatomistas y patólogos hacían grandes descubrimientos. A los
"tuberculum" que descubriera en los pulmones, Sylvius (1614-1672) les
atribuyó la causa de la enfermedad. Ellos fueron en 1695 los que dieron a la
tisis el nombre de tuberculosis. Morton describió las etapas clínicas, Laennec
demostró que era enfermedad sistémica y Virchow la hizo objeto de detallado
estudio al microscopio.
Al
descubrir Pasteur que los microorganismos podían por su rápido crecimiento
provocar enfermedades y causar la muerte, se atrevió a postular que la
tuberculosis podía ser un padecimiento bacteriano; pero los médicos lo
menospreciaron: ¿Qué podía saber un químico de tuberculosis?
Koch
creyó en el origen infeccioso de la enfermedad y se dio a la tarea de descubrir
su agente, pero las técnicas de cultivo y coloración resultaron infructuosas
hasta que el destino hizo que en un portaobjetos con material tuberculoso
olvidado en azul de metileno aparecieran los bacilos que nunca pudo observar al
prepararlos con azul de metileno fresco. A los 39 años, el 24 de marzo de 1882,
Koch presentó su trabajo a una comunidad médica que no podía aplaudir un
descubrimiento que echaba por tierra sus conocimientos. Pero el microscopio
estaba allí, disponible para confirmarlo. Se demostraba por primera vez la
naturaleza parasitaria y contagiosa de las enfermedades infecciosas del hombre.
La relación causal hasta entonces sólo había sido demostrada en el carbunco de
los animales.
El
aislamiento del bacilo parecía imposible, pero al final los resistentes
cultivos terminaron por someterse al ingenio de Koch. En el cobayo descubrió el
medio ideal para conseguir su crecimiento.
Con
el descubrimiento del bacilo de la tuberculosis que llevaría su nombre, también
demostró Koch que no obedecía la enfermedad a un problema alimenticio.
La
enfermedad era transmisible, pero el aislamiento del enfermo a la usanza de la
Edad Media era impracticable. Por lo pronto se buscó el control de los esputos
en recipientes con desinfectantes en lugares públicos y se ordenaron curas de
reposo en las montañas. Entre tanto llegó la era industrial, que contribuyó
notablemente a la difusión de la enfermedad. Al descubrir Koch el bacilo, la
enfermedad causaba una de cada siete muertes.
Los
trabajos del sabio alemán prosiguieron hasta obtener en 1910 un extracto de
toxinas del bacilo, "la tuberculina de Koch". Desde 1890 había
anunciado el investigador los halagadores resultados de sus experimentos en
cobayos, que sugerían la posibilidad de curar la temida enfermedad y que
recibieron una publicidad tan inesperada, que instituciones científicas,
universidades, gobernantes de muchos países y todo tipo de celebridades lo
hicieron objeto de sus homenajes. Lister lo visitó en Berlín, Pasteur recibió
en París, entusiasmado, una muestra de su vacuna, muchos científicos visitaron
su laboratorio, y Prusia le construyó el Instituto de Enfermedades Infecciosas,
hoy de Koch, a semejanza del de Pasteur, como reconocimiento y estímulo a su
obra. Fueron primero dosis débiles de bacilos tuberculosos y luego cultivos
muertos los que confirieron a los cobayos resistencia contra la infección. Pero
esos mismos bacilos muertos inyectados en la misma dosis a los cobayos
enfermos, les causaban la muerte; en una ínfima concentración, por el
contrario, hacía que los cobayos curaran. Los animales enfermos eran
hipersensibles a los bacilos tuberculosos, el éxito de los resultados dependía
de la concentración administrada. ¿Qué pasaría en el hombre? Obtuvo Koch un
extracto de toxinas del bacilo en glicerina, que llamó tuberculina y la experimentó
en sí mismo, padeciendo una breve pero intensa reacción, pues el hombre resultó
ser mucho más sensible que el cobayo. Conseguida así una dosis de referencia
para el ser humano, utilizó la tuberculina en sus pacientes, en dosis
progresivas y pequeñas. El mundo convencido de que curaría la enfermedad la
recibió esperanzado, pero a los halagadores resultados iniciales, siguió
desafortunadamente el desencanto. Pero la tuberculina se convirtió de todas
maneras en un valioso aporte al diagnóstico de la tuberculosis, y la idea de
Koch retomada en el Instituto Pasteur por Albert Calmette, condujo a la
elaboración de una vacuna efectiva. Los noventa lactantes que por error
murieron en la ciudad de Lübeck tras la aplicación de la vacuna, no
consiguieron desvanecer su fama, y en la leche se siguió administrando a miles
de recién nacidos. Trece años de cultivos e inoculaciones sucesivas le habían
tomado a Calmette para despojar al bacilo de su virulencia.
El
genio inagotable de Koch trató también de explicar la escasa frecuencia de la
tuberculosis intestinal a pesar del consumo habitual de leche contaminada, y en
1901 explicó a los asistentes al Congreso Internacional de Tuberculosis en
Londres el motivo: los bacilos de la tuberculosis bovina y humana eran diferentes
y los peligros para las especie diferían, solamente para el huésped habitual
eran considerables.
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